Elisa O’Flagherty y el dinosaurio

Era una bonita mañana de sábado, aparentemente como otra cualquiera. Pero no lo era, diablos, no lo era. El sol nada más que había empezado a asomarse tímidamente por los tejados de Madrid y tamizarse en las persianas de la pensión para señoritas, cuando Emilie Mountbatten recibió el telegrama. Lo abrió, le echó un vistazo, dio un suspiro, cogió su abrigo y su sombrero y salió por la puerta.

El telegrama, olvidado sobre el escritorio junto a un desayuno intacto simplemente rezaba:

MUSEO NACIONAL DE C. NATURALES – Sobrina, te necesito! E.

Al menos esperaba que fuese algo bueno…

Y no se equivocó. La escena que Emilie Mountbatten encontró al traspasar las puertas del Museo la sobrecogió, pero no fue tanto la presencia de un considerable número de agentes del cuerpo policial tomando declaración a varios empleados del museo, que bullía de actividad varias horas antes de la apertura, ni la multitud de curiosos que se agolpaban en la entrada y que ciertamente le habían dificultado el acceso al recinto, ni siquiera el gran cordón policial que rodeaba un gran espacio vacío que dominaba el hall principal junto a un elegante diplodocus.

No, lo que más sorprendió a Emilie fue contemplar a un individuo trajeado – a todas luces el director del museo – conversar con Elisa O’Flagherty, sagaz detective privada y tía suya, y a quien jamás de los jamases hubiese podido imaginar fuera de la cama antes del mediodía. El asunto debía ser grave de verdad.

Al tiempo que Emilie se acercaba a la pareja, el presunto director se despedía de Elisa y volvía su atención al que parecía el oficial al cargo de la investigación llevada a cabo por las fuerzas del orden, todo un comisario a juzgar por el mostacho, el barrigón y el aire de malas pulgas a los que se encontraba adheridos. De la otra investigación, extraoficial, caótica, temeraria y en ocasiones rayana en la ilegalidad seguro se iba a encargar su tía, quien nada más verla casi se abalanzó sobre la joven.

–¡Niña! ¡Por fin has llegado! ¿Te lo puedes creer? ¡Es que en la vida hubiese imaginado…! ¿Pero cómo…? ¿¡Cómo es siquiera posible..!? – dijo Elisa O’Flagherty con voz entrecortada y la mirada perdida en el vacío tras el cordón policial.

–¿El qué, tía? ¿Qué se han llevado?

–¡Pues un dinosaurio! ¡Se han llevado un maldito Tiranosaurus Rex de su maldito expositor, ese expositor! ¡Y a plena luz del día! Pero , ¿cómo? ¿Cómo demonios lo han hecho? Daría el apéndice por saber cómo lo han hecho… – la detective era la viva imagen de la desorientación, parloteando sin parar, deambulando de aquí para allá dándole vueltas al sombrero y tirándose de los pelos, mirando a todas partes y a ninguna. Su sobrina nunca antes la había visto así, siempre tan segura de sí misma. Elisa estaba al borde de un ataque de nervios y seguía hablando a borbotones, a su sobrina y al universo en general.

El diplodocus de Alfonso XIII. Fuente: Qué Madrid

–Y el director, un viejo amigo de la facultad me ha pedido como favor personal que le ayude a encontrar al bicho. Claro, un armatoste así evidentemente vale millones… Es una pérdida irreparable para el museo… Y normal que me lo pida, con la incompetencia que abunda en el cuerpo… – miró de reojo a los oficiales presentes, entornó los ojos y prosiguió con su monólogo: – Es que no me cabe en la cabeza que esto haya podido pasar – dijo, y estrujó un poco más su sombrero fedora, que había visto tiempos mucho mejores.

–Pero tía, primero, dime: ¿Qué es lo que ha pasado exactamente? A ver si te puedo ayudar en algo…

–Oh bueno, ¡casi que mejor que te cuenten los operarios que estaban vigilando cuando pasó! Vamos, vamos. – La detective prácticamente arrastró a su sobrina al cordón policial, donde un par de empleados del museo, uno de ellos con un chichón bien visible en la frente prestaban declaración.

–¡Saludos! Señores, agentes, miscelánea, permítanme que les presente a mi aprendiz y ayudante: la señorita Emilie Mountbatten. No encontrarán mente más sagaz a este lado de los Pirineos. Ya continúo yo a partir de aquí, señores oficiales, son libres de retirarse.

Una corriente de hilaridad generalizada sacudió al grupo de policías, que ignoró deliberadamente a las dos mujeres y cerró filas en torno a los testigos sin dignarse a dirigirles ni media palabra.

Emilie contempló a Elisa hincharse, remangarse y sacar pecho, e intuyó peligro extremo, por lo que se apresuró a intervenir.

–Hay que ver lo hambriento que debe estar el Comisario, ¿verdad tía? Y no es para menos, con la de horas que llevará ya aquí. Fíjate si estará canino, que incluso le he escuchado decir que el primer hombre que le traiga un bocadillo de callos y una botella de jerez recibirá un ascenso…

Cuando la pequeña estampida de oficiales se hubo disipado, dejando el campo libre para un buen rato, la joven vio que su tía le sonreía con orgullo. Pero el momento duró poco, pues acto seguido se abalanzó cual ave rapaz sobre los vigilantes de la noche anterior, los únicos que podían arrojar algo de luz sobre aquel asunto.

El del chichón, a quien el ladrón había golpeado y dejado inconsciente, sólo recordaba haber mirado hacia arriba momentos antes del incidente y ver «un duende» encima del cráneo del dinosaurio. Elisa lo miró de arriba a abajo, la ceja disparada y el humor crispado.

–¿Me está usted tomando el pelo?

–N…no, señorita, para nada – tartamudeó el vigilante ante aquella mirada abrasadora – es lo mismo que les dije a los otros – susurró, aterrado, y el compañero asintió, corroborando la versión oficial de los hechos.

–Necesito café – murmuró la detective, y malhumorada se retiró a un rincón a rumiar todas sus incógnitas.

Era evidente que de los testigos no iban a sacar nada en claro, por lo que Emilie se puso a pensar. ¿Cómo resolverían un caso así los grandes detectives de sus queridos libros?

Bueno, pues, aplicando el pensamiento deductivo. Veamos: El primer enigma más allá de toda duda es cómo consiguieron sacar un esqueleto de saurio de esas dimensiones – algo muy poco discreto – del museo sin ser vistos… No es descabellado afirmar que tal hazaña no podía haberla llevado a cabo una sola persona, se requería a todo un grupo… ¡tal vez una banda! Y de todos modos, ¿con qué habían ocultado los huesos? O mejor dicho, ¿en qué?

–No es la primera vez que sucede esto – le llegó la voz del comisario, bastante amortiguada por la avalancha de bocadillos y botellas de licor, y el ruido de los engranajes de su cerebro discurriendo a toda máquina. – El del Rex es sólo otro de los robos de reliquias y antigüedades de gran valor que están llevándose a cabo por todo Madrid – le explicó en voz baja al angustiado director del museo. –Tiene suerte de que se hayan dejado el diplodocus. Menuda racha llevo – suspiró cansado el viejo policía.

–En efecto, señor Comisario, tiene usted toda la razón – intervino el Sub Comisario. – Además, con el ajetreo que hubo ayer… Nada más favorable para cometer un delito sin ser visto.

Y fueron aquellas palabras las que le recordaron a Emilie un detalle muy importante.

–Cierto… ¿No hubo anoche un desfile de Carnaval? – comentó a media voz. – No es que lo viera ni mucho menos, no se me permite llegar más tarde de las ocho a la pensión de señoritas… Tan solo vi unas luces de colores a través de mi ventana…

El monólogo de la joven fue interrumpido por un pequeño estruendo a su derecha. Elisa O’Flagherty esgrimía una sonrisa de oreja a oreja, saltando por encima de los restos de su taza de café. “Vaya por Dios, ¡cuánto lo siento!” se disculpó con la taza rota y tomó del brazo a su sobrina en su paso huracanado hacia la salida. – ¡Vámonos Emilie! Nada nos queda por hacer aquí– trinó, despidiéndose del director del museo con un toque de ala de sombrero.

A la joven Emilie le costó seguir el paso de una Elisa O’Flagherty que, a base de enérgicas zancadas cada vez más rápidas volvía a ser la de siempre.

–¡Oh, qué alivio! ¡Ahora lo comprendo! ¡Apresúrate niña, la resolución del misterio nos aguarda! – jadeando, Emilie logró situarse al lado de la detective que, habiendo avistado el rastro a seguir, el hilo del que tirar, ya no lo soltaba jamás.

–Venga, tía, desembucha que me tienes en ascuas. Dime qué has descubierto, te lo ruego.

–¡Pero si tú misma me has dado la clave, querida niña! ¡No habría resuelto esa parte del entuerto si no hubieses comentado lo del Carnaval! Anoche me fui a la cama muy pronto, muy bien acompañada por un vasito de coñac…

–¿Te refieres al desfile? ¡Caramba! ¿Y qué tiene eso que ver, más allá del tumulto de gente?

–Piensa un poco, anda, mi buen aprendiz. ¡Sé creativa! La creatividad es un ochenta por cien de este negocio. El otro veinte por cien es la cara dura.

–Creía que era el ser más culta y lista que los demás.

–Eso también. Un buen detective llega a un ciento veinte por cien, como mínimo. ¿Y bien? ¿Qué tienes para mí?

–Crees… ¿Crees que desmontaron el esqueleto y lo sacaron escondido en disfraces?

–¡Equilicuá! ¡Muy bien, sobrina! No, si ya lo digo yo, tú llegarás lejos en esto del detectiveo…

–¡Brillante! Vale, pues… uh… esto… ¿A dónde vamos ahora con tanta prisa entonces?

–¡A ver a un amigo! Él es el único que nos puede proporcionar el material adecuado para el siguiente paso en nuestra investigación…

***

Damián, el diseñador de modas tenía sentimientos encontrados cada vez que se encontraba con Elisa O’Flagherty: Por un lado, se conocían desde hacía muchísimo tiempo, desde que las actividades de tiempo libre de Damián, poco afines a la moral retrógrada y pacata de la época le llevasen a un tris de convertir la Cárcel Modelo en su residencia permanente. Dio la casualidad de que por allí mismo andaba Elisa husmeando para uno de sus primeros casos, y se las ingenió para que una personalidad sensible como la de Damián pudiese seguir dedicándose a objetivos más elevados. El diseñador de modas seguía apreciando y agradeciendo a la detective sus esfuerzos para evitar que diese con sus huesos en prisión.

Pero todo aquel agradecimiento se le olvidaba un poco cada vez que su amiga se presentaba en su casa a las tres de la mañana.

Aquella vez al menos el timbrazo llegó unas seis horas más tarde a alterar la paz del hogar del diseñador.

–Creía que tú no funcionabas a estas horas–refunfuñó Damián al abrirles la puerta en bata y taza de café en ristre.

–Ni yo, querido, ni yo, pero, ¡qué se le va a hacer cuando el deber llama a la puerta de una!

–O cuando visitas indeseadas llaman a la de uno… Durante años.

–Vamos, vamos, no me seas gruñón. ¿Qué va a pensar mi sobrina, aprendiz e ilustre ayudante, la joven Emilie Mountbatten aquí presente? Anda, tómate ese café y mientras tanto dinos… ¿Has ido últimamente a alguna fiesta de Carnaval? Y lo más importante: ¿Sabes si va a haber más este mismo fin de semana?

–Pues sí, precisamente anoche estuve en el desfile y por consiguiente me acosté tarde… La primera vez en un lustro, y naturalmente habías de venir tú a perturbar mi sueño…

–Céntrate, Damián, dejemos el resquemor para luego. Dices que estuviste en el desfile de Carnaval. ¿Viste algo fuera de lugar? ¿Algo sospechoso, extraño?

–¿Quieres decir además de un montón de gente disfrazada y haciendo el payaso por la calle?

–Sí, tienes razón, por ahí no vamos bien…

–Si tanto te interesa lo que hace la gente en Carnaval puedes venirte conmigo esta noche. Hay otro desfile por el Barrio de las Letras, y tengo un amigo cerca al que quería ver…

–¡Fantástico! ¡Sí, por supuestísimo que vamos a ir!

–Eh…¿Vamos?–preguntó Emilie, que hasta entonces había estado muy callada observando a los mayores.

–¡Claro! Si está habiendo como dicen una racha de robos no hay razón para que esa banda que buscamos no aproveche un nuevo tumulto para seguir saqueando! Pero ahí estaremos nosotras ojo avizor en busca del movimiento más mínimamente sospechoso. ¡Y de disfraces voluminosos!

Y a propósito, Damián, hablando de disfraces… ¡Necesitamos que obres tu magia una vez más!

Damián suspiró, pues había visto venir la petición de Elisa a kilómetros, la usual en aquellos casos, la de que la dejase meterse en su armario y vestidor – prodigiosos ambos, si se lo preguntaban a él – en busca del atuendo perfecto, del disfraz adecuado que le permitiese camuflarse y observar, espiar, fisgar, acechar, despistar a maleantes y a fuerzas del orden a partes iguales y siempre, siempre, arruinar varios miles de pesetas en tela buena. Todo por mor de cumplir con su sagrada misión de desfacer entuertos, desentrañar misterios y darle en los morros a cualquiera que dudase de ella o de sus habilidades por el hecho de ser una mujer.

Y esta vez eran dos para vestir.

Un rato después, Elisa O’Flagherty y Emilie Mountbatten emergían del vestidor de Damián ocultas bajo respectivas máscaras de Arlecchino y Colombina, y envueltas en imponentes atuendos romboidales a juego en brillantes colores; primores cosidos a mano de organza y tafetán carmesí, plateado, esmeralda, ámbar y ébano. Resplandecientes y preparadas para todo.

Del vestidor también surgió un malhumorado Pulcinella de carnes magras, que no les quitaba ojo. Se avecinaba una noche muy distinta a la de sus planes originales, y Damián lo sabía.

< CONTINUARÁ >

(C) Caterina Peris Ferrús 2022

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