Sor Soponcio y el vino

O de cómo Sor Soponcio supo por el vino que estaba hecha para la vida terrenal (Dios la haya perdonado).

En homenaje a don Francisco de Quevedo y Villegas.

Mi abuela Salud era una mujer peculiar. Alcanzó la mayoría de edad en el noviciado de las Hermanas Paupérrimas de Santa Urraca, en el año 1940.  La sede de la orden estaba en lo alto de una escarpada cordillera de la provincia de León, a tres días de camino de cualquier conato de civilización. No estaban los tiempos para alimentar a bocas sobrantes, y la abuela Salud ingresó en el noviciado para que sus hermanos pequeños tocasen a más. Aunque lo hizo por amor a su familia y no por Dios, Salud se preparó con abnegación para su ingreso en el ejército con faldas del Altísimo y olvidar hasta su nombre. Por tanto, desde que pusiera pie en el monasterio sería para siempre, o eso creía ella, Sor Soponcio, monja de clausura. Una vez dentro, se dedicó a estudiar con ahínco todo lo que hiciese falta para la vida monacal, empezando por la vida de la Santa fundadora de la orden, que vivió en el siglo XI. En sus lecturas decidió que seguramente no le gustaría encontrarse a aquella mujer en un callejón oscuro, pero debía admitir que se sentía muy identificada con ella:

Santa Urraca, virgen y mártir por sus ideas, tenía una personalidad similar a su coetánea y tocaya la reina Urraca I, ‘la Temeraria’. La Santa también era popular en su ámbito, pues se decía de ella que podía hablar con los animales, sobre todo con las aves. Un buen día, Santa Urraca llegó a un enclave de los Montes de León acompañada de un grupo de monjas Carmelitas Contritas, difundiendo la palabra a los todavía infieles. Allí, cuenta la leyenda, discutía con los descreídos de turno sobre si mi religión es mejor que la tuya, que si mi Dios es más poderoso que el tuyo, que si sí, que si no, lo típico de la época. Por lo visto, Santa Urraca no podía dejar una batalla dialéctica sin ganar, era superior a sus fuerzas, y ante tan duros contendientes no encontró otra salida que encomendarse al Altísimo para que la hiciese volar como a sus queridas aves. Y a continuación se arrojó cerro abajo para demostrar que su Dios era tan poderoso como para suspenderla en el aire como si de un pájaro se tratase.

Por desgracia para Santa Urraca, su Dios ese día no quiso darle alas, y falleció por un exceso de montaña al aterrizar al fondo del risco. Sin embargo, con su acción logró obrar el milagro de convencer a los paganos, pues quedaron tan impresionados por tal devoción que se convirtieron en el acto. Y con las Carmelitas Contritas formaron una nueva orden y empezaron allí mismo las obras del monasterio, en honor a su entusiasta líder caída.

Muchos años después, las Hermanas Paupérrimas de Santa Urraca tenían de pobres sólo el nombre, pues recibían numerosos fondos directamente de los Príncipes de la Iglesia, tal era su fama en la Iglesia Católica. A las Hermanas en aquellos tiempos las dirigía con mano de hierro la Madre Superiora Sor Cilicio.  Era ésta otra mujer notable a su manera, y adoraba a Cristo, a Santa Urraca y a los fondos de la Iglesia, no necesariamente en ese orden. Aún cuando nadaban en la abundancia, la Madre Cilicio imponía a sus monjas la regla de obediencia, castidad y austeridad extrema, para así poder estirar cada céntimo de los fondos al límite, y seguir mostrándose dignas de ellos ante sus benefactores.

En opinión de Sor Soponcio, el semblante de la Madre Superiora se asemejaba sobremanera al ave que compartía nombre con la orden. Dicho parecido generalmente se acentuaba cuando se orientaba en dirección a Sor Soponcio. La Madre Superiora se olía que la devoción de la monja más joven era, por así decir, de carácter teórico y pecuniario, y aunque ello hacía que se la llevasen sus considerables demonios, no tenía modo de demostrarlo.

Animadversiones aparte, el carácter de la Madre Cilicio variaba de irascible a insoportable, alcanzando su punto máximo de ebullición con la visita anual del Obispo para hablar de los fondos. Dicha visita sucedía siempre en domingo, cuando las demás monjas estaban ocupadas en la Eucaristía a cargo del Padre Saturnino. La venida del Obispo se celebraba con todo un ritual en sí mismo, año tras año. Sin embargo, en aquella ocasión se produjeron un par de pequeñas alteraciones en la tradición, para desagrado de la Madre Cilicio, que detestaba los cambios. En primer lugar, el anciano Padre Saturnino fue sustituido por el Padre Esteban, que poseía una juventud insultante y un fervor por la vida excesivamente terrenal. Además, era endiabladamente bello, aunque no es que la Madre Cilicio se fijase en esas cosas. La que sí se fijó, y mucho, fue Sor Soponcio, pues tenía la misma edad que el nuevo Padre Esteban y unos intereses más variados que el resto de las monjas del lugar. ¡Santa María del Cobre, qué miradas se dedicaban! Sor Soponcio era además la hermana designada para ayudar a preparar la Eucaristía todos los domingos. Sus tareas consistían en ir hasta la capilla de Santa Urraca en la otra punta del monasterio, de los tiempos primigenios del lugar, sacar del sagrario el Pan y el Vino para la consagración en la misa, disponerlos en los correspondientes platillos y jarras y llevárselo todo al sacerdote. Sor Soponcio cumplía con su tarea con diligencia, y hasta la venida del Obispo la creciente atracción entre ella y el Padre Esteban pasó desapercibida para todos, excepto para ellos.

‘La hermana San Sulpicio’, 1960

La segunda alteración de la tradición vino de mano del propio Obispo. Poco antes de su llegada solicitó por carta a Sor Cilicio que en aquella ocasión les atendiese en su reunión la monja más joven del convento, en lugar de la nonagenaria Sor Virtudes Teologales, cuyo tembleque de manos el año anterior había esparcido por doquier el licor de importación con el que siempre le agasajaba la Madre Superiora. 

Ésta, con un rictus de disgusto informó a Sor Soponcio que, además de sus labores previas a la Eucaristía, también debía ocuparse de ir a buscar el licor a la despensa, servirlo en la licorera de cristal veneciano, preparar las bandejas de rosquillas de Santa Eufrasia y traerlo todo con prontitud al gabinete privado de la Madre Superiora, para luego quedarse quieta y callada en un rincón y no moverse a menos que se lo pidieran. Cumplir con todas sus tareas aquel domingo era factible, claro que sí.

Lástima que sor Soponcio no contase con la gravedad como inesperado enemigo. Cargada como iba con bandejas y platillos de distintos tamaños, dulces, Hostias, y jarras y botellas varias, no pudo evitar el fatal desenlace: el vino sacramental se fue a pique. Sor Soponcio se puso muy nerviosa al ver todo el caldo esparcido por el suelo, justo en frente del refectorio. Tan sólo quedaba un poco en la jarra, que milagrosamente no se había derramado. No podía entregarla en ese estado. Sor Soponcio pensó deprisa. Primero limpió el estropicio con un cacho de su hábito, con lo cual se puso toda perdida de vino. A continuación, cogió la licorera y rellenó el resto de la jarra con lo que parecía coñac. Optimista irredenta, confiaba en que no se notase demasiado el cambio de sabor. Total, en la Eucaristía solamente daba un sorbito cada feligrés. Sin embargo, antes de seguir con la farsa dio un trago para comprobar su teoría. La Virgen. Aquello estaba asqueroso, repulsivo, incluso vomitivo. Debía cambiar el plan. De momento, aquello daría el pego hasta que tuviese tiempo de cambiarse – pues hedía a vino, y del malo – depositar el refrigerio del Obispo en el gabinete – no habría infierno en el que esconderse si le rompía la licorera a la Madre Superiora – y correr al sagrario para sacar más vino y dar el cambiazo. Así debía proceder, y así la encontró, repasando mentalmente el plan, la Hermana Bendita Paciencia.

– Pero, ¿aún estás así Hermana? Trae, que ya llevo yo a la capilla el Pan y el Vino. Tú lleva el refrigerio a la Madre Superiora. ¡Deprisa! – y resueltamente tomó ambas cosas y salió pitando al encuentro del Padre Esteban, sin que sor Soponcio pudiese detenerla.

Pero hizo lo que le habían ordenado. Se coló en el gabinete de la Madre Superiora y dejó a salvo los dulces y el licor, mientras sor Cilicio adulaba al Obispo en la sala contigua. A continuación, de puntillas, salió del gabinete y corrió con toda la velocidad que le permitían sus numerosas capas de faldas hasta la capilla, para llevarse consigo el vino falso con cualquier excusa y ocultar su pequeña fechoría.

En la capilla estaba el Padre Esteban, preparando todos los enseres para la Eucaristía, la jarra descansando sobre el altar. La monja trató de hacer un avance hasta ella, pero el Padre Esteban la interceptó y dijo:

– Hermana, debo hablar con usted. Es posible que esto le suene a locura y a blasfemia, pero debo confesar los sentimientos que usted despierta en mi corazón y que, estoy seguro, no pueden ser pecado.

Entonces Sor Soponcio olvidó todo, el vino repugnante, la Madre Cilicio y el Obispo, para entregarse a los brazos del Padre Esteban.

Y así los encontraron, a brazo partido, Sor Cilicio y el Obispo.

– Pues no me ha sentado bien ese refrigerio, Madre Superiora. Tengo el estómago revuelto y algo de náusea…

– ¡Santa Urraca Mártir! ¡¿Pero qué es esto?! – voceó Sor Cilicio, viendo cómo se desvanecían en el aire sus fondos.

 El Obispo ante la visión de un sacerdote y una monja metiéndose mano, se había quedado sin habla. Boqueaba como un pez fuera del agua y se sentó donde pudo.

-¡Estáis a esto de ser expulsados ambos de la Iglesia, de la Excomunión y de la Condenación Eterna! – siseó la Madre Superiora lívida, hirviendo de ira. – Un solo desliz más y…

Detuvo sus amenazas cuando el Obispo se levantó tambaleante, se acercó y tomó la jarra del cóctel nauseabundo. Salud sonrió. Adiós a los hábitos. Mientras tomaba la mano del que sería mi abuelo Esteban y pensaba en tomar las de Villadiego, contempló al Obispo que, sudoroso e ido, musitaba que tenía la garganta horriblemente seca. Y entonces, antes de llevarse la jarra a los labios, pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino.

Un comentario sobre “Sor Soponcio y el vino

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  1. En tu relato sí que se ha liado la de Dios y con todas las palabras. Está genial, me he reído muchísimo con algunas de tus descripciones y la historia está tan bien narrada e hilada que la he devorado sin pestañear. Una vez más enhorabuena por esta gran historia que nos acabas de regalar.

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